Retrato De Una Bruja -Finalista Planeta 1970 by Luis Castresana

Retrato De Una Bruja -Finalista Planeta 1970 by Luis Castresana

autor:Luis Castresana
La lengua: es
Format: mobi, epub
Tags: Premio Planeta
publicado: 2011-01-19T23:00:00+00:00


IX

A la mañana siguiente, cuando Ana despertó, Martín ya se había ido.

No quedaba el menor rastro de su presencia; pero Ana conservaba vívidamente en sus labios el sabor de su boca, y en sus oídos continuaba resonando su voz, ahora ausente, y en su piel seguía sintiendo la huella de sus caricias nupciales.

Se incorporó perezosamente en el lecho y permaneció un rato mirando alrededor, buscando a Martín con la mirada (aunque estaba absolutamente segura de que él se había ido tan misteriosa y calladamente como había venido) y luego se levantó. Exhaló un suspiro feliz, añorante, y se asomó a la ventana.

Era temprano y un sol todavía difuso ascendía lenta y parsimoniosamente en el cielo, arañándose la piel en las ramas de los árboles y en lo alto de los picos de las montañas. El rojo del gotear de su sangre se mezclaba en el horizonte, como en una paleta, al blanco y al amarillo y al azul y al rosa y al morado. Latía en aquella hora un recogimiento, un sosiego indecible. La mañana era fría y el aire parecía recién lavado, aunque no había llovido durante los últimos días. Toda la atmósfera y todo el horizonte y todo el paisaje circundante, verde y riente, estaban como envueltos en la pureza del cristal, como impregnados de rocío auroral, de dulce y serena plenitud de vida buena. Sabía la mañana a agua pura y a pan bien amasado, a pesebre caliente y a hierba recién cortada. El mundo marchaba suavemente, la vida continuaba con su palpitación, la naturaleza respiraba.

Ana se sintió transportada a la hora bautismal del Génesis.

Era como si en aquella mañana se estrenaran y compendiaran para ella todas las mañanas del mundo, como si en aquel momento estuviera brotando la Creación: un amanecer intacto y desnudo y virginal en su estado más inocente y primigenio. Había una pureza indefinible, una sustancial elementalidad, como la huella digital de un porqué que todo lo explicaba, como una implícita lógica de la vida, del universo, en aquellas horas limpias y radiantes y frescas del nuevo día recién amanecido. Todo en aquella mañana tenía el sabor de la plenitud recién palpada. Todo parecía explicarse por sí mismo, sin palabras. Era como una comunión entre la criatura humana y el universo, entre el alma y el mundo animal y vegetal circundante, entre el primer aliento creador y la savia vital que hacía moverse al sol, que impulsaba la verticalidad de los árboles, que metía música en los picos de los pájaros y hacía fecunda a la tierra.

–En estas benditas Encartaciones -había dicho un día fray Miguel, en su plática dominical de la capilla de la torre-, hay mañanas que son como un sacramento, amaneceres en que el paisaje es como un templo pregonando la gloria de Dios…

Todo era aquella mañana -meditó Ana vagamente-como tenía que ser: todo tenía un sentido, un significado, una armonía, un sabor a aurora. ¿Será -se preguntó- porque Martín ha venido y soy feliz? ¿Será la felicidad la que



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